El fundador se llamó Benito de Nurcia
y nació en el ano 480. Se hizo ermitaño y por el rumor
de su santidad le afluyen los discípulos. Organizó una
comunidad y le dio un regla, llena de mesura, inteligencia y amplitud.
Creó un Monasterio abriendo las puertas a todo aquel que buscaba
a Dios, sin preguntar a nadie por su pasado. Toda la jornada se consagró
al trabajo manual (siete horas), al estudio (cuatro horas) y a los
oficios (cuatro horas). El origen de la Regla de los Benedictinos
siempre ha sido muy discutido. Según unos, la hizo Benito de
Nurcia. Otros afirman que era la adopción de otra Regla, conocida
con el nombre de Regla del Maestro. Los monjes de San Benito trabajan
con sus manos durante una buena parte de su tiempo. Se trata de una
necesidad vital, viviendo en una comunidad cerrada, se hace preciso
labrar la tierra para alimentarse. Pero también dedican mucho
tiempo al estudio. Salvan muchos manuscritos antiguos, recogen esculturas
en sus monasterios, colecciones y su sala de copistas se hace famosa
por la pulcritud de sus trabajos. Cuando el Monasterio de Montecasino
es destruido, por primera vez por los bárbaros, lo primero
que salvan sus monjes antes que nada son los preciosos manuscritos,
que transportan a Roma.
Gracias a estos monjes la civilización conserva obras de Platón,
Aristóteles y Pitágoras. Y ellos también fueron
los que recogieron las últimas muestras del arte romano y del
propio Bizancio para sentar los orígenes del estilo románico.
Y también los que, sobre las bases tradicionales, reconstruyen
la música cantable, a la que el Papa Gregorio, de la Orden
Benedictina, da su nombre: el gregoriano. En el año 590, un
benedictino se convierte en Papa: Gregorio I, a quien con justicia
puede llamarse el Grande y es él, San Gregorio, quien como
se ha indicado con anterioridad, establece el primer ritual gregoriano.
Los benedictinos no descansan creando abadías.
El proceso para estas construcciones siempre será el mismo:
cultivar los terrenos, edificar y enseñar. Cada abadía
se convierte en un centro de agricultores, albañiles, carpinteros
y clérigos que serán los que dirigirán la administración
y se convertirán en los primeros maestros del pueblo. Pero
las abadías benedictinas tienen que defenderse no sólo
de los señores feudales que pretenden inmiscuirse en sus asuntos,
sino también de los reyes que quieren nombrar a los abades.
Y esto es algo que la Orden no puede tolerar: los monjes de San Benito
quieren trabajar en paz, sin nadie que les moleste, nombrando sus
propios abades. Los monjes tienen que sortear no pocas dificultades
tales como las invasiones y pillajes de los romanos. Bernos, el abad,
con doce monjes se instala en un terreno cedido por Carlos III de
Borgoña, en el año 910. Este lugar se llama Cluny, y
está en medio de un bosque. En el acta de donación,
el Monarca especifica: "Que se practiquen aquí, con celo
extremo, las obras de misericordia hacia los pobres, los indigentes,
los visitantes y los viajeros". Y por su parte, el Papa Juan
XI, en el año 932, dictaminaba: "Nos queremos que vuestro
Monasterio, con todo lo que le pertenece, sea independizado de toda
sujeción a cualquier rey, obispo o conde, quien quiera que
sea". Nadie debe molestar ni inmiscuirse en los trabajos y estudios
de la Orden Benedictina, y la influencia benedictina será considerable
en toda la cristiandad: en total, más de mil trescientas abadías
y monasterios van a alinearse bajo la nueva Regla cunicense refundida
por el abad Odón. Todas las artesanías están
representadas en las casas benedictinas y algunas, como la casa-madre
de Cluny son verdaderos pueblos. Prácticamente, durante cien
años, Cluny determinará toda la construcción
religiosa de occidente. En España hay que referirse al Monasterio
de Samos, sito a 48 kilómetros de Lugo. Parece ser que sus
primeros monjes fueron suevos o bretones que ocuparon el valle, por
aquella época inaccesible.
Y todo esto bien pudo ocurrir en torno al siglo VI. Desde sus orígenes,
decadencias y resurgimientos fueron marcando la historia del Monasterio.
A este respecto, la inscripción o lápida de Ermefredo
da constancia de una restauración habida en Samos a mediados
del siglo VII. Un siglo más tarde, el abad Argerico llevó
a efecto una segunda reintegración de la comunidad, pero en
esta ocasión el motivo que forzó la dispersión
no fue otro, al parecer, que la invasión musulmana. Hubo una
nueva recaída en el año 920 a la que puso remedio el
abad Virila hasta el punto de que, a partir de entonces, el Monasterio
gozó de un auténtico florecimiento. San Isidoro y San
Fructuoso reglamentaron la vida de los monjes de Samos, apareciendo
entonces la Regla de San Benito hasta su definitiva implantación
en el siglo XII al amparo de la corriente de Cluny. De la iglesia
románica, levantada en el siglo XIII sólo se conserva
una portada lateral y la parte izquierda de lo que fue fachada principal.
La parte baja del claustro pequeño concluida en 1582 sigue
el estilo gótico. El claustro grande y la iglesia son mas modernos,
corresponden al siglo XVII, bien entrado el XVIII. Cluny fue el origen
y punto de partida de todas las Órdenes Benedictinas. Muchas
vicisitudes se fueron dando a través del tiempo hasta el año
1893 en que los benedictinos formaron una confederación presidida
por un abad general con mandato de doce años y funciones de
representatividad ante la Santa Sede y de moderador general. A la
confederación pertenecen 19 congregaciones. Desde el tiempo
de San Benito la Regla fue aplicada por comunidades femeninas cuyo
desarrollo, íntimamente vinculado al de los monjes, fue sufriendo
idénticos avatares. Habrá que decir que de esta Orden
surgieron grandes figuras a través del tiempo.
A este monacato benedictor pertenecen, aunque separados de la confederación,
los camaldulenses, los silvestrinos y los mekitaristas de Venecia
y Viena. Y como dato curioso indicar que en la iglesia anglicana las
formas monásticas surgidas a lo largo del siglo XX han adoptado
la Regla benedictina, lo mismo en el campo masculino que en el femenino.
San Benito, según una xilografía del siglo XV, haciendo
el milagro de hacer brotar un manantial, junto a una de las abadías
benedictinas.
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