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Las Órdenes Militares españolas en la historia
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Las Órdenes Militares, son corporaciones nacidas para luchar
contra los moros, cooperando a la Reconquista, y asegurar el orden,
protegiendo a los peregrinos y desvalidos.
Las
primeras «cruzadas» tuvieron por escenario las tierras
de la España musulmana perdidas en el siglo VIII por los
godos. «Cruzadas», es decir, expediciones guerreras
al servicio de la Cruz que tenían como justificación
reintegrar a la Cristiandad países y gentes por entonces
sujetos al Islam, nueva y victoriosa fe. Una «cruzada»
era, propiamente hablando, una «guerra santa», amparada
por la Iglesia Católica. Las Cruzadas pusieron en contacto
los dos extremos del Mediterráneo y fueron oficialmente proclamadas
acción dilecta del Papado, por decisión de Urbano
II, en el año 1095, durante un sínodo celebrado en
Clermont- Ferrand. Su objetivo era recuperar la Tierra Santa. La
primera expedición guerrera convocada por Urbano II ponía
rumbo al Imperio Romano de Oriente, a tierras de Bizancio, para
intentar la conquista de Jerusalén, lograda en 1099. Pero,
un treintenio antes, en 1064, el papa Alejandro II había
concedido la remisión de sus pecados a quienes acudieran
a luchar contra el Islam en España. Cuando la fascinación
del Oriente invadió también las tierras de España,
el pontífice recordó de modo expreso a los guerreros
hispanos que debían atender con prioridad la lucha en su
propia patria contra los aguerridos almorávides. En 1118,
un Concilio reunido en Toulouse confería a su campaña
carácter oficial de «cruzada».
Instrumento original nacido de las Cruzadas fue el de las Órdenes
Militares. En cierto sentido, no eran creación cristiana.
Hubo también milites musulmanes que hacían vida monástica
en sus características rábidas, entregados a fines
parecidos. En la Cristiandad, la vida monástica y el difundido
ideal de la Caballería, sujeto a normas morales y religiosas
que llegaron a formar un singular
código, produjeron una «milicia de Cristo», que
alcanzó su más cumplida expresión en Órdenes
religiosas combatientes como las del Santo Sepulcro, del Hospital
de San Juan y del Temple, las tres con centro inicial en la Jerusalén
reconquistada. Estas poderosas organizaciones, prácticamente
autónomas, regidas por estatutos propios y con recursos ingentes,
actuaron también en las Cruzadas hispanas.
La Ciudad Santa, Jerusalén, no era como se soñaba.
No es de extrañar que algunos peregrinos y cruzados, cegados
por la quimera de una ciudad ideal, preguntaran al llegar: ¿es
ésta Jerusalén? Pero la veneración de los Santos
Lugares, que Jesucristo había honrado con su vida y su pasión,
atraía a gentes de lejanas procedencias, dispuestas a arrostrar
toda clase de peligros en su largo peregrinaje hasta "Ultramar".
Un monje cluniacense, Radulfo Glaber, que escribía hacia
el año 1033, da testimonio de la muchedumbre de individuos
de todas las categorías sociales que partían a visitar
el sepulcro del Salvador en Jerusalén, ciudad que para muchos
constituía la meta de su vida terrestre; de tal suerte que,
según el cronista, "la mayoría tenían
el deseo de morir antes de retomar a su país".
Si bien el origen de las peregrinaciones era de índole religiosa,
como medio de satisfacción de culpas o de cumplimiento de
un voto, cobraba una nueva dimensión humana al no estar ausente
en muchos casos el afán de aventuras y el señuelo
de fabulosas riquezas en las tierras orientales. Por otra parte,
el impacto de la expansión económica, que se registró
en la Europa feudal a principios del siglo XI, había producido
grandes desajustes económicos y sociales, por lo que muchos
desarraigados y oprimidos se lanzaron a los caminos del peregrinaje,
ávidos de superar la oscura realidad cotidiana.
Los fatimitas de Egipto, dominadores de Siria y Palestina, habían
mostrado un amplio margen de tolerancia ante el fenómeno
de las peregrinaciones cristianas, hasta que a mediados del siglo
XI fueron desbordados por la irrupción de los turcos seljúcidas,
que alteró el equilibrio político de la zona. En líneas
generales la nueva situación no interrumpió la afluencia
de peregrinos, aunque el viaje comportaba mayores riesgos; el viandante
europeo que lograba salir indemne de los salteadores de caminos,
al llegar a los núcleos urbanos era objeto de la rapacidad
de los señores locales que le aplicaban fuertes tributos.
Los
peregrinos al regresar a sus lugares de origen recargaban con abundantes
tintas negras los relatos de sus penalidades. Pero el golpe decisivo
que conmocionó a Europa, generando el clima adecuado para
la predicación de la Cruzada, fue la noticia de que las hordas
desenfrenadas de los turcos habían irrumpido en Jerusalén,
la Ciudad Santa.
La utilización de las armas en defensa de la Iglesia constituía
una idea firmemente arraigada en la Cristiandad, con base en la
doctrina agustiniana. La guerra en sí, como signo de violencia,
era a todas luces irreconciliable con la doctrina de la Iglesia
y con los movimientos a favor de la paz que sus jerarcas preconizaban.
Se había logrado imponer en el belicoso mundo feudal instituciones
tales como la "paz de Dios" y la "tregua de Dios",
se había procurado encauzar el ideal de la Caballería
hacia la defensa de los débiles; sin embargo, ahora se ponía
un nuevo acento al calificar de "guerra santa" a la lucha
contra el musulmán.
A partir de Alejandro II se alentó a los príncipes
cristianos a participar en la reconquista española. En la
segunda mitad del siglo XI caballeros ultrapirenaicos hicieron acto
de presencia en tierras castellanas y aragonesas, escenario propicio
donde Europa pudo iniciar su entrenamiento para la gran Cruzada
oriental.
Una nueva circunstancia vino a sumarse a las anteriormente enunciadas.
A fines de aquella centuria, ante la doble amenaza de turcos y pechenegos,
los bizantinos
olvidando sus diferencias con la Roma papal solicitaron el auxilio
de los cristianos occidentales. En noviembre de 1095, en el concilio
de Clermont, Urbano II ante una gran audiencia se dirigió
"a la raza de los francos" y con encendidas palabras expuso
los peligros que amenazaban a los cristianos orientales ante el
avance de los turcos; poniendo especial énfasis al referirse
a las vejaciones que sufrían los peregrinos que acudían
a visitar el sepulcro del Señor.
Una serie de factores se conjugaban pues, propiciando la unión
de la Cristiandad ante un ideario común. Las recompensas
espirituales prometidas a los que "tomaran la cruz" y
participaran en la reconquista de Jerusalén contribuyeron
a enardecer los ánimos ya asegurar el éxito de la
predicación de la Cruzada; pero no era menor el estímulo
de poder señorear en aquellas tierras de las que se decía
"fluía leche y miel como en un paraíso de delicias".
La primera Cruzada oficial contra los "infieles" de Oriente
cristalizó en 1096. El nuevo concepto de peregrinaje en armas
despertó el entusiasmo popular, alentando los ideales religiosos
pero también las ambiciones políticas de príncipes
y señores que respondieron prontamente al llamamiento del
pontífice. Bajo el signo de la cruz y la consigna de «Dios
lo quiere», los ejércitos de los cruzados constituían
un reflejo de la mentalidad colectiva de la Cristiandad medieval.
Por otra parte, el dinamismo y el crecimiento demográfico
europeo encontraban en aquella empresa parte de su cauce.
En 1099, tras la caída de Antioquía, los ejércitos
cristianos ocuparon la Ciudad Santa, fundándose ese mismo
año el denominado Reino Latino de Jerusalén, que fue
otorgado a Godofredo de Lorena (o de Bouillón) en calidad
de "abogado del Santo Sepulcro" y posteriormente a su
hermano Balduino, primer rey de derecho del nuevo estado.
La expansión de la Cristiandad llevaba implícita la
idea de que las tierras arrebatadas al "infiel", quedarían
sometidas a la soberanía papal, no obstante el nuevo reino
quedó organizado tomando como base el modelo del feudalismo
francés. El territorio fue guarnecido con castillos y fortalezas
a lo largo de la costa mediterránea, cuya defensa corría
a cargo de un ejército integrado por caballeros, engrosado
por mercenarios y por una caballería ligera de turcos; a
estos, contingentes, más bien escasos, se sumarían
las Órdenes Militares.
Durante
dos siglos las tierras de Ultramar acogieron el incesante aflujo
de peregrinos y cruzados. Pero además del peregrinaje de
la cruz, del llamado «pasaje» a Jerusalén, mercaderes
de diversos confines se dieron cita en los principales puertos y
ciudades. Aunque las Cruzadas fracasaron en sus objetivos esenciales,
intensificaron notablemente los contactos comerciales entre Oriente
y Occidente, sirviendo de nexo entre ambos mundos por la interrelación
de ideas, técnicas y artes, de fecundas consecuencias para
Europa.
La afirmación de que Tierra Santa no fue sólo el escenario
de la confrontación entre la Cristiandad y el Islam es compartida
por todos los historiadores, que valoran positivamente la ampliación
del horizonte geográfico de los europeos, en particular por
los fructíferos intercambios culturales. Por el contrario,
no hay criterios unánimes respecto a la figura del cruzado,
que ha sido objeto de las más variadas y opuestas interpretaciones.
Junto a los móviles espirituales, primando el deseo de lograr
la remisión de culpas, existió sin duda un fuerte
trasfondo de codicia. Las Cruzadas ofrecen en muchos aspectos un
balance negativo; fueron en ocasiones simple expresión de
la ambición de reyes y grandes señores que trasladaron
a Oriente sus antagonismos y la agresividad feudal y por encima
de los diversos intereses se significaron como instrumento de la
teocracia pontificia, deseosa de mantener en los más amplios
horizontes su papel de árbitro de la Cristiandad.
En este contexto debemos enmarcar el nacimiento y arraigo en Tierra
Santa de las Órdenes Militares, milicias en las que se amalgamaron
el espíritu ascético de las Órdenes monásticas,
el ideal caballeresco y el belicoso ímpetu feudal. Su estrecha
vinculación al papado y su universalidad les confirieron
unos caracteres específicos.
Mientras las nuevas milicias consolidaban su prestigio en Palestina
al compás desus
éxitos en los campos de batalla, sentaban las bases de sus
primeros establecimientos en Occidente. Sólidamente respaldadas
por el pontificado, contaron además con la aprobación
de los príncipes, que dispensaron favorable acogida al espíritu
que encarnaban. A nivel popular el éxito no fue menor; en
pocos años individuos de todas las categorías sociales
prodigaron sus donativos a las Órdenes Militares.
Para el Temple, la bula de Inocencio II, Omne Datum Optimum, otorgada
en 1139, aseguraba la autonomía respecto al poder episcopal,
con todo lo que comportaba en relación a la colecta de limosnas
y recepción de diezmos y donativos procedentes de los fieles.
En el mismo sentido los pontífices otorgaron iguales privilegios
e importantes exenciones al Hospital, y en sucesivas cartas a las
autoridades, tanto eclesiásticas como civiles, de los reinos
cristianos exhortaban a secundar la voluntad de los benefactores
de las Órdenes. El papado recalcó siempre en sus bulas
y misivas que el atesoramiento de riquezas por parte del Temple
y del Hospital estaba plenamente justificado, puesto que constituía
el vehículo de la contribución pecuniaria de la Cristiandad
a las Cruzadas. A ese mismo fin obedecía la fundación
de sus centros conventuales, cantera de reclutamiento de nuevos
miembros, y el rápido incremento de sus dominios señoriales
basados en la explotación de los recursos de la tierra.
En los reinos de la Península Ibérica su misión
se singularizó respecto al resto de los países de
Occidente. Los pontífices confirieron a la empresa de la
Reconquista la categoría de Cruzada, por lo que los monjes
soldados con su actuación en los campos de batalla pudieron
encontrar plena adecuación al espíritu fundacional
de las Órdenes, trasladando al nuevo escenario las consignas
recibidas en tierras de Oriente.
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Los Cruzados españoles
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Fueron las necesidades y defensa de los Santos Lugares del Cristianismo
los que dieron origen a la creación de las Órdenes
de Caballería, u Órdenes Militares. Dejando aparte
todo lo concerniente a Oriente y ciñéndonos exclusivamente
a España, la creación de estas Órdenes no difiere
gran cosa de aquellas que se originaron en torno a Jerusalén
y los Santos Lugares. Si cruzados fueron aquellos caballeros, cruzados
lo fueron también cuantos compusieron las Órdenes
Militares españolas dado que en España también
el cristianismo luchaba contra la religión mahometana personificada
por los árabes invasores de la Península. En las Cruzadas
que se desarrollaron en Tierra Santa no participaron los caballeros
españoles. ¿ Y para qué iban a hacerlo?. Tenían
al común enemigo de su fe instalado en el propio territorio
nacional.
Las Órdenes Militares españolas más importantes
son las de Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa. Pero
la existencia de estas no excluía a cuantos españoles
quisieran combatir en Palestina bajo la Cruz de Cristo, inscribiéndose
en las otras Órdenes, tales como la de los Templarios, Hospitalarios
o del Santo Sepulcro.
Eran organizaciones mitad religiosas, mitad guerreras formadas por
monjes que seguían las Reglas de algunas de las grandes Órdenes
existentes. Absolutamente todas, precisaban para constituirse la
autorización pontificia como Órdenes Religiosas que
eran pero, además, la de los Reyes. Pero al depender directamente
de la Santa Sede quedaban, por lo tanto, exentas en lo religioso
de la jurisdicción el clero secular. Existía el voto
obligatorio, que casi siempre consistía en la castidad, pobreza
y obediencia, pero también debían pronunciar el hallarse
en todo momento dispuestos al combate contra los enemigos de la
religión cristiana.
En casi todas, se introdujeron dos clases de miembros: los monjes
que hacían la vida conventual, entregados solamente a rezos
y plegarias y los caballeros que, sin perjuicio de encontrarse también
sujetos a ayunos, oraciones, penitencias y otros deberes religiosos,
disponían de mayor libertad al ser considerados como guerreros
y encontrarse casi continuamente en campaña contra el enemigo
de la fe cristiana. Absolutamente todos los caballeros llevaban
la cruz o insignia de la orden a la que pertenecían sobrepuesta
o bordada en la capa o manto.
Quedaba una última clase, la que se denominaba de los "donados"
o "sirvientes de armas". Y además de esta clase,
que podría equipararse a la de los escuderos, las órdenes
contaban con la ayuda de numerosas personas de la población
civil que, por su adhesión a estas corporaciones recibían
el nombre de "familiares".
Absolutamente todas estaban regidas por un Consejo, con cargos administrativos,
pero todos sujetos a la autoridad de un Gran Maestre. Y fueron no
pocas las ocasiones en que el Gran Maestre de una orden de este
tipo llegó a tener tanta, o más autoridad que el rey
y tampoco faltaron las ocasiones en que se enfrentaron a sus Monarcas.
El poder de las Órdenes Militares llegó a ser enorme,
teniendo bajo su mando y jurisdicción numerosas tierras,
villas, castillos y fortalezas. Como sus servicios como un ejercito
en campaña eran inestimables, los reyes no sólo no
se atrevían a enfrentarse a sus Maestres, sino que los cubrían
de riquezas.
Detallar las empresas guerreras de las Órdenes Militares
sería trabajo largo y prolijo, repitiendo buena parte de
la historia de España. Pero puede decirse que sus caballeros
tomaron parte en todas las guerras contra los moros durante los
siglos XIII, XIV y XV, y que sus Maestres iban al frente de sus
huestes, muriendo muchas veces en las batallas. Por citar un sólo
ejemplo, los Grandes Maestres de la Orden de Santiago, Sancho Fernández,
murió en la batalla de Alarcos, el también
Maestre Pedro Arias, en la de las Navas de Tolosa, y otro Maestre,
Pedro González de Aragón, en el Sitio de Alcaraz.
En lo que se refiere a la riqueza que llegaron a poseer las Órdenes
Militares, basta citar a la de Calatrava, cuyas posesiones pasaban
de 350, entre villas y lugares donde vivían más de
200.000 personas. Sus iglesias eran 90 y sus encomiendas llegaban
a 130 que producían anualmente más de cuatro millones
de reales. En lo que se refiere a la de Alcántara, poseía
35 encomiendas, con 53 villas y aldeas, dos conventos de comendadores
y un colegio en Salamanca que fundó Felipe II.
El declinar de las Órdenes Militares españolas se
inició con el reinado de los Reyes Católicos. Conseguida
la expulsión de los moros de España, hecha la unificación
nacional y sin enemigo, las Órdenes Militares dejaban de
tener la principal causa de su existencia.
La misión de las Órdenes Militares estaba cumplida:
los enemigos de la religión cristiana habían sido
vencidos en España, sus guerreros ya no tenían adversario
al que combatir.
Disponer de un poder total y absorbente, sin permitir que existiera
un Estado dentro de otro Estado. Ese es el motivo por el cual, desde
un comienzo y no siéndole ya de utilidad, Fernando e Isabel
pusieran todo su empeño en ir minimizando el papel de los
señores feudales para terminar anulándolo por completo.
Terminada la Reconquista con la toma de Granada, la altivez antigua
de la nobleza debió someterse al poder real.
Los tiempos en que los nobles aragoneses se atrevían a enfrentarse
a su rey y decirle en pleno rostro "Cada uno de nosotros vale
tanto como vos y todos juntos más que vos", habían
pasado para siempre. Ni Fernando ni Isabel eran monarcas capaces
de doblegarse ante el poder del feudalismo.
Los Grandes Maestres de las Órdenes Militares, esencialmente
en Castilla, disponían de un poder enorme y un influjo social
importantísimo lo que les permitía alternar con los
reyes en un plano de igualdad. Malamente los Reyes Católicos
podían tolerar que esta situación siguiera vigente
igual al pasado. Así, con habilidad política, incorporaron
los Maestrazgos de la mayor parte de las Órdenes Militares
a la Corona.
Los cuantiosos bienes de las Órdenes españolas pasaron
al poder de la autoridad real y tierras, villas y castillos tuvieron
por sus únicos señores a los reyes. A las Órdenes
Militares ya no les quedó otra cosa que la denominación
de instituciones honoríficas. Por si esto no bastaba, se
creo el llamado Consejo de las Órdenes Militares, organismo
que en realidad, tan sólo era el conducto por el que a dichas
Órdenes les llegaba la voluntad real.
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El Consejo de las Órdenes Militares
y el proceso de desamortización
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Incorporados los maestrazgos a la Corona, se creó el Consejo
de las Órdenes para que conociese de los asuntos en última
instancia, Consejo que fue, andando el tiempo, convertido en tribunal.
Los bienes de las órdenes se concedían, en ocasiones
en encomienda. Dichos bienes fueron comprendidos en la desamortización,
incautándose de ellos el Estado, especialmente por la Ley
del 1 de mayo de 1855 y por la de 11 de julio de 1856, disponiendo
ésta última, que en lugar de ellos se emitieran inscripciones
intransferibles del 3 por 100.
En cuanto a la extensión de la jurisdicción, el Decreto-Ley
de 2 de noviembre de 1868, suprimió el Tribunal de las Órdenes,
refundiéndolo en la Sala Segunda del Tribunal Supremo, a
la que pasó el conocimiento de los asuntos en que aquel entendía,
y por el Decreto-Ley de unificación de fueros de 6 de diciembre
de 1868 se limitó este conocimiento, quedando los individuos
de las Órdenes sometidos a los tribunales seculares ordinarios,
y reduciéndose la competencia de todos los tribunales eclesiásticos,
y, por lo tanto, la del de las Órdenes en su nueva forma
a las causas sacramentales (incluso matrimoniales) y beneficiales
y delitos eclesiásticos, de todo lo cual no podía,
en realidad, conocer la Sala Segunda del Tribunal Supremo (que no
era verdaderamente un tribunal eclesiástico, sino civil),
con lo que se creó una situación deplorable. Pero
todavía se fue más lejos, llegándose al colmo
de la intromisión con desprecio de la justicia y de la historia,
con el Decreto del 9 de marzo de 1873, en el cual, fundándose
la República en que "... los arqueológicos institutos
que se llamaban órdenes militares no tenían razón
de ser en las instituciones vigentes..." se suprimieron, de
acuerdo con el poder ejecutivo, se disolvieron y extinguieron todas
las Órdenes Militares existentes en España (Santiago,
Calatrava, Alcántara, Montesa y San Juan), así como
las Reales Maestranzas de Ronda, Sevilla, Granada, Valencia y Zaragoza.
Este enorme error no duró mucho tiempo, y el Decreto del
14 de abril de 1874, fundándose en los señalados servicios
de las Órdenes Militares y especialmente "... en la
obra santa y civilizadora de redimir la conciencia cristiana y la
tierra bendita de la patria que cumplieron en su doble fin, como
institutos monásticos y como cuerpos político-militares..."
suprimió el Decreto de 1873 y restableció el tribunal.
Finalmente,
en cuanto a la exención en el orden religioso (que había
quedado en pie, por no depender del Estado), el hecho de que los
territorios pertenecientes en lo antiguo a las Órdenes Militares
y a los que continuaba extendiéndose la exención,
estuviesen diseminados por toda España, ofrecía graves
inconvenientes; por lo que el Concordato de 1851, Si bien dejó
subsistente, por su artículo 11, la de las cuatro Órdenes
de Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa (cesando la de
San Juan de Jerusalén), unificó en el artículo
9.0 dichos territorios mandando que en la nueva demarcación
eclesiástica (que debía hacerse según lo dispuesto
en el mismo Concordato) se designase un determinado número
de pueblos que formasen coto redondo para que se ejerciese en él
esta jurisdicción eclesiástica exenta, incorporándose
los otros pueblos no incluidos en el mismo a sus diócesis
respectivas.
El nuevo territorio formaría lo que se llamaría Priorato
de las Órdenes Militares, teniendo el Prior carácter
episcopal con título de Iglesia in partibus (hoy obispo titular),
si bien por Bula del 5 de septiembre y Real Decreto del 17 de octubre
del mismo año de 1851 se dispuso que continuase la exención
como hasta entonces, ínterin se determinasen los nuevos límites
y demarcación. Las vicisitudes políticas no permitieron
llevar ésta a
cabo; y cuando el Decreto de la República de 1873 suprimió
las órdenes religiosas, y vista la actitud del Gobierno,
Pío IX, que no tenía ya motivo para mantener el privilegio,
al mismo tiempo que por Bula de 14 de julio de 1873 decretó
y ejecutó la supresión de todas las jurisdicciones
privilegiadas (incluso la de San Juan de Jerusalén) no exceptuadas
por el artículo II del Concordato, extendió la supresión
por la Bula «Quo gravius», de igual fecha, a la jurisdicción
eclesiástica de los territorios pertenecientes a las cuatro
Órdenes, incorporándolos a las diócesis en
que estuviesen incluidos o a las más próximas cuando
confinasen con dos o más. Es de advertir, que con esto el
Papa se limitaba a cumplir lo convenido en el artículo 9.0
del Concordato, en cuanto estaba de su parte, no suprimiendo las
órdenes religiosas, sino la exención de sus territorios
y no dependiendo de él que el Gobierno no cumpliese por su
parte lo convenido en cuanto a la formación del coto redondo,
aunque claro está, que, mientras esto no se formase, quedaba
suprimida totalmente la exención.
Restablecidas las Órdenes Militares por el Gobierno con
el Decreto de 1874, se restableció por la misma disposición
unilateral la exención, al restablecer el Tribunal especial,
restablecimiento sin valor alguno mientras no se cumpliese lo convenido
acerca de aquella formación, tanto más cuanto que
estando suprimida la exención por la autoridad pontificia,
no era quién el Gobierno para restablecerla por sí
solo. En su consecuencia, una vez restablecida la Monarquía,
impetró la Corona del Papa el restablecimiento mediante la
formación del coto redondo, como estaba convenido, accediendo
a ello el Pontífice por la Bula «Ad Apostolicam»
de 18 de noviembre de 1875, cuya ejecución se encomendó
al Arzobispo de Toledo, que la llevó a cabo el 4 de junio
de 1876. Esta ultima Bula, con algunas disposiciones tomadas posteriormente
por el Gobierno de Don Alfonso XIII, y con otras complementarias
relativas a la vigencia de las Órdenes en nuestros días,
constituyen la disciplina vigente en la materia.
Con arreglo a dicha Bula se erige el Priorato, declarándose
su exención, el territorio que comprende y la organización
y atribuciones jurisdiccionales del mismo, estableciéndose
un Tribunal de segunda instancia y un Consejo. En cuanto al Priorato,
comprende toda la provincia de Ciudad Real, con todos sus pueblos,
iglesias, clero y fieles, el cual, perpetuamente y para todos los
efectos del Derecho, queda exento de la jurisdicción ordinaria,
como territorio vere et proprie nullius diócesis, e inmediatamente
sujeto a la Santa Sede. El régimen y la jurisdicción
espiritual y eclesiástica se ejercen por un prior, con dignidad
episcopal (está unido al cargo el obispado titular de Dora),
por lo que lleva el nombre de Obispo-Prior. Durante la Monarquía
de Don Alfonso XIII éste, en su calidad de Gran Maestre de
las Órdenes, designaba a quién debía ocuparlo,
presentándolo al Papa, a fin de que fuera promovido al obispado
de Dora por la autoridad apostólica. En la actualidad la
Corona ha declinado esta como otras prerrogativas similares, que
llegó incluso a detentar el General D. Francisco Franco Bahamonde,
mientras ocupó la jefatura del Estado, y en consecuencia,
el nombramiento del Obispo-Prior es competencia exclusiva de la
Santa Sede, sin intervención del Consejo de las Órdenes.
La potestad y las obligaciones del Obispo- Prior en el Priorato
son exactamente las mismas que tienen los obispos ordinarios en
sus diócesis, y como estos, nombra un Vicario General, para
el conocimiento y resolución, en primera instancia, de las
causas pertenecientes al fuero eclesiástico, con una Curia
prioral, al igual que las curias diocesanas. Durante la vacante
de la sede prioral, gobierna ésta el Vicario General (excepto
en lo que se refiere estrictamente al orden episcopal).
El Obispo-Prior tiene su sede en la Iglesia prioral, que es la de
Santa María, Madre de Dios, en Ciudad Real, con un Seminario
Conciliar y un Cabildo propio compuesto del deán, 4 dignidades
(arcipreste, arcediano, chantre y maestrescuela), 4 canónigos
de oficio (magistral, doctoral, lectoral y penitenciario), 8 canónigos
de gracia y 12 beneficiados o capellanes asistentes. Este Cabildo
y sus capitulares tienen las mismas obligaciones y prerrogativas
que en las demás catedrales sufragáneas. Por R. D.
de 1904 se aprob Sixto V, según oportunamente diremos, concedió
al Rey Felipe II el maestrazgo de esta Orden.
EL Papa Adriano VI convirtió en perpetua, en 1523, la administración
por la Corona
de las Órdenes Militares, con el título de Maestres
parra los Reyes y de Administradores para las Reinas que la fuesen
por derecho propio. Algunos autores sostienen que los Reyes Católicos
crearon en el citado año de 1489 un Consejo para cada una
de las Órdenes, siendo Carlos I hacia 1626 quién los
refundiría en uno solo, con un Presidente y seis Consejeros,
que en ocasiones llegaron a ser ocho.
Por Real Cédula de 11 de mayo de 1664, se determinaron los
pleitos, causas y negocios en que había de entender el Consejo.
San Pío V confirmó su creación estableciendo
en la correspondiente Bula, que la administración de las
Órdenes debía ser conjunta de la Santa Sede y la Corona,
añadiendo que en el indicado Consejo habría personas
eclesiásticas, disposición de la que en tiempos modernos
llegó a prescindirse. En tiempo de Felipe II, y para resolver
las desavenencias surgidas entre el Consejo y casi todos los obispos
del Mediodía y Centro de España, se confirió
a dicho monarca por Bula de 20 de octubre de 1684 de Gregorio XIII
autorización para terminarlas, nombrando el Rey una Junta
compuesta de un Consejero de Castilla, otro de Indias y otro de
las Órdenes, Junta que recibió el nombre de Apostólica,
integrándola con Felipe V cinco Consejeros de las Órdenes,
quienes llegaron a dar tales muestras de parcialidad en favor de
éstas, que el arzobispo de Toledo hubo de recurrir al papa.
El Breve de Clemente VIII de 31 de enero de 1600, otro de Paulo
V de 5 de noviembre de 1608 y la Real Cédula de 19 de enero
de 1609 decretaron que correspondía privativamente al Consejo
conocer en primera instancia de las causas criminales y mixtas contra
los caballeros de las Órdenes, determinando el procedimiento
que debía seguirse en 2ª y 3ª instancias. En 1648
se dispuso que el Consejo constase de un Presidente, siete Oidores
y un Fiscal, creándose además la secretaría
con un Secretario y cinco Oficiales. En 1696 se creó el Juzgado
de las Iglesias de las tres Órdenes Militares a cargo de
un Juez protector encargado de la reparación, conservación,
fábrica y ornato de dichas iglesias, que estaban abandonadas
por la Corona.
La llamada Concordia de Osorno de 5 de diciembre de 1706 exigió
que los caballeros fuesen juzgados por ministros del Consejo que
fuesen caballeros profesos. Por esta época se limitaron algún
tanto las atribuciones del Consejo, determinándose que el
rey pudiese nombrar cuatro caballeros profesos de las tres Órdenes
para conocer de las causas criminales contra caballeros de éstas,
y dos más para el grado de suplicación; que la jurisdicción
del Consejo no se extendía a las causas civiles, ni a las
criminales en las que los caballeros delinquían, no como
tales caballeros, sino como otro ciudadano cualquiera, y que el
rey abocase así las causas criminales que no se declaraban
en dicha Concordia, o aquellas en que no entendía el Consejo
o sólo entendía a prevención.
El
21 de julio de 1718 confirmó Felipe V el Juzgado de las iglesias,
determinándose sus atribuciones y el modo de sustanciar los
negocios, disponiéndose en 1747, tiempos de Fernando VI,
que los fiscales del Consejo asistiesen a la Junta Apostólica.
En 1793, con Carlos IV, se resolvieron las contiendas entre el Consejo
y las Chancillerías y Audiencias, sobre competencia para
entender en los pleitos y causas que se ocasionasen por el nombramiento
de Justicia en el territorio de las Órdenes. Las Cortes de
Cádiz, en 1812, dispusieron que en lugar del Consejo, que
suprimieron, se crease un tribunal especial.
Por el Real Decreto de 24 de marzo de 1834, reinando Doña
Isabel II y siendo Reina Gobernadora su madre, Doña María
Cristina, se mandó al Secretario del Despacho de Gracia y
Justicia (equivalente al Ministro de Justicia de nuestros días),
proponer la nueva planta y organización del Consejo, restableciendo
éste, lo que se efectuó por un nuevo Decreto de 30
de julio de 1836, constituyendo el Tribunal con un Decano, cuatro
ministros, un fiscal, un procurador general y algunos auxiliares,
suprimiéndose el Juzgado de las Iglesias, cuyas atribuciones
pasaron al Tribunal, limitando las propias de este a los asuntos
religiosos de las cuatro Órdenes, dándose apelación
a la Rota.
El concordato con la Santa Sede de 1851 conservó la jurisdicción
eclesiástica de las Órdenes Militares, disponiendo
que se ejerciesen un coto redondo que formase un priorato. La Revolución
de septiembre de 1868 suprimió el Tribunal, incorporándolo
a la Sala Segunda del Tribunal Supremo, a la cual pasaron dos caballeros.
La República abolió en 9 de marzo de 1873 las Órdenes
Militares, por lo que el Papa por la Bula Quo gravius de 14 de julio
del mismo año suprimió, no las Órdenes, sino
la jurisdicción eclesiástica de ellas, que dispuso
pasase a los ordinarios más cercanos, entre tanto él
mismo no arreglase el asunto. El Poder Ejecutivo restableció
el Tribunal de las Órdenes en mayo de 1874, pretendiendo
con ello, según dice el preámbulo del correspondiente
decreto, fundar una Iglesia nacional, es decir, cismática;
pero como el Papa había ya suprimido su jurisdicción
eclesiástica, al ser restaurada la Corona solicitó
ésta el restablecimiento de aquélla, expidiéndose
la Bula Ad Apostólicam, que restablecía efectivamente
dicha jurisdicción, y de conformidad con el nuevo Concordato
se erigía el Priorato de las cuatro Órdenes Militares,
según ya hemos referido, instituyéndose por Real Decreto
de 1 de agosto de 1876 un nuevo Tribunal para el ejercicio de la
jurisdicción maestral judicial o gubernativa, instituyéndose
también un nuevo Consejo formado por el Decano y los ministros
del Tribunal, tres consejeros y un secretario, determinándose
las atribuciones de ambos cuerpos.
Dos nuevos Reales Decretos de 16 de febrero de 1907 y de 6 de julio
de 1910 reorganizaron el Consejo de las Órdenes, de manera
que sin alterar su régimen anterior, se le daba mayor independencia
y realce, pues la institución había sufrido gran desdoro
con los avatares de las etapas revolucionarias precedentes.
Con arreglo a estas disposiciones, que se consideran vigentes desde
que las Órdenes cobrasen su renacimiento oficial en nuestros
días, el Consejo se compone de un Presidente, seis consejeros,
de los cuales uno hace de secretario y otro de canciller, y un fiscal
para cada una de las Órdenes. Este Consejo conoce hoy en
día de los asuntos gubernativos internos de estas corporaciones,
pretensiones de ingreso en ellas, expedientes personales y genealógico-nobiliarios
de los aspirantes; propone en terna para las vacantes de las dignidades;
evacua las consultas que el Gran Maestre, o sea S. M. el Rey, pueda
remitirle; ejerce el patronato de los cenobios a ellas adscritos
y la dirección y administración de los establecimientos
de carácter benéfico que las Órdenes sufragan,
sus bienes muebles e inmuebles.
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Principales Órdenes en España
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En
este apartado se incluyen un listado resumen de las principales
Órdenes fundadas en España, por monarcas españoles
y aquellas que aunque fundadas en el extranjero tuvieron posesiones
en España.
- Alcántara: Esta Orden fue al principio la de San Juan
del Pereiro. Fue fundada por Don Suero Fernández y Don Gómez
Fernández Barrientos, año de 1156.
- Armiño: Fundada por el rey don Alfonso V, rey de Aragón.
- Azucena: Fundada en 1413 por el rey don Fernando I de Aragón.
- Banda: Fundada por el rey don Alfonso XI de Castilla en 1330.
- Calatrava: Fue instituida por el rey don Sancho III de Castilla
en 1158.
- Carlos III: Instituida por el rey don Carlos III de España
en 19 de septiembre de 1771.
- Constancia Civil: Fue instituida por la reina doña Isabel
II de España en 1855.
- Concepción: Orden militar confirmada el año de 1623.
- Diamante: Sin fecha.
- Encina: Instituida por el rey don García Jiménez
de Navarra.
- Escama: Fundada por el rey don Juan II de Castilla en 1420.
- Hacha: Instituida por Ramón Berenguer, último conde
de Barcelona.
- Isabel la Católica: Creada por el rey don Fernando VII
de España, en 24 de marzo de 1815.
- Lirios: Fue fundada en 1023 por el rey don Sancho IV de Navarra.
- María Luisa: Fue fundada por el rey don Carlos IV de España
en 19 de marzo de 1792.
- Montesa: Instituida por el rey don Jaime II de Aragón en
1317.
- Nuestra Señora de la Flor de Lis: Instituida por el rey
don García IV de Navarra en 1018.
- Paloma: Fundada por el rey don Juan I de Castilla en 1379.
- Razón: Fundada por el rey don Juan I de Castilla en 1385.
- San Fernando: Fue creada en 31 de agosto de 1811 por las Cortes
generales y extraordinarias durante el reinado de don Fernando VII.
- San Hermenegildo: Fue fundada por el rey don Fernando VII en 28
de noviembre de 1814.
- San Jorge de Alfama: Fue fundada por el rey don Pedro II de Aragón
en 1201.
- San Juan de Jerusalén (Malta): Fue fundada en el siglo
XI. Hacia el año 1084 los mercaderes de Arnalfi, en el Reino
de Nápoles, establecieron en Jerusalén un monasterio
de benedictinos, con un hospital dedicado a San Juan Bautista, destinado
a recoger a los peregrinos.
- San Salvador de Montesa o de Monreal: Fue fundada por el rey don
Alfonso I de Aragón en 1118.
- Santa María: Fue fundada por el rey don Alfonso X de Castilla,
llamado "el Sabio".
- Santa María en España: Fue fundada en Castilla.
Se ignoran más datos.
- Santa María de las Mercedes: Fue establecida por el rey
don Jaime I de Aragón en 1232.
- Santiago: Fue fundada en el año 1151 en el Reino de León.
Sobre el modo cómo se fundó y los que la constituyeron
en calidad de primeros miembros, no se posee absoluta certeza. Según
la explicación más verosímil, fueron 12 caballeros
de León, en el reinado de Fernando II.
- Santo Sepulcro: Fue fundada en Palestina poco después del
15 de julio de 1099, en que se conquistó Jerusalén.
Fue aprobada en 1120 por el Papa Calixto II.
- Temple: fue fundada en Jerusalén en 1118 por Hugo de Pays.
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La administración del Señorío de las Órdenes
Militares
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Por la especial condición de sus titulares, los señoríos
de las Órdenes militares gozaban de la doble cualidad de
señoríos eclesiásticos y laicos, pues mantenían
la autoridad religiosa, compartida o en solitario, sobre sus vasallos,
constituyéndose los priores de los respectivos conventos
cabezas de las Órdenes en autoridades de poderes cuasiepiscopales
sobre el territorio de su jurisdicción. Tras la incorporación
a la Corona, este poder eclesiástico pasó a ser ejercido
desde el Consejo de Órdenes, que por ello poseía jurisdicción
en temas religiosos. Por su condición eclesiástica,
las Órdenes podían recaudar el diezmo a sus vasallos,
motivo éste de constantes disputas con los obispados de la
región. Diversos acuerdos llegaron a soluciones de compromiso
que repartían entre las mesas maestrales y las mitras episcopales
el sustancial pastel de la contribución decimal procedentes
de tierras de amplias cosechas. No obstante, los conflictos por
las tazmías y otros ingresos eclesiásticos, así
como por temas relativos al gobierno espiritual, visitas, nombramiento
de párrocos, patronatos, etc., dieron lugar a pleitos que
se sucedieron constantemente, durando alguno hasta casi el momento
de la desaparición del dominio territorial de las Órdenes
militares. Fruto de estas desavenencias fueron los acuerdos que
regulaban un complicado reparto de los diezmos y de las competencias
de la jurisdicción eclesiástica, así como la
dependencia de parroquias, ermitas y capillas. Eran frecuentes los
casos de pueblos de Órdenes con parroquias dependientes de
obispados, mientras que las ermitas recibían la inspección
de los visitadores de la Orden. Tales particularidades tenían
su origen en cómo se hizo la repoblación, y en la
circunstancia de que los pueblos de Órdenes hubieran estado
poblados antes de llegar a ellos los caballeros-freiles, y que estuvieran
ya creadas sus parroquias bajo la autoridad de un obispo.
El
gobierno y explotación del señorío se organizó
desde muy temprano en dos partes, la denominada mesa maestral y
la correspondiente a encomiendas, prioratos y demás beneficios
situados en el solar de las Órdenes. Las rentas pertenecientes
a las mesas maestrales eran administradas y percibidas por los maestres,
y se situaban en todo el territorio del señorío, siendo
los diezmos y el terrazgo cobrado por el arrendamiento de finca,
y propiedades el origen de la mayor parte de las rentas percibidas.
Multitud de impuestos de todo tipo, derivados tanto del reconocimiento
del señorío, como de la justicia y su ejercicio, etc.,
eran recaudados para las arcas magistrales. Los maestres, en contrapartida
a la posesión de los ingresos más voluminosos tenían
a su cargo obligaciones pecuniarias, la primera el mantenimiento
de los edificios, instalaciones y castillos de la orden, así
como los aprovisionamientos de armas y víveres para las fortalezas
y tropas. Pagaban también las congruas de la mayor parte
de los párrocos dependientes de la Orden y los gastos de
las iglesias, los salarios de los visitadores, de gobernadores y
ministros del Consejo, la manutención de los caballeros y
multitud de gastos fijos y eventuales, como por ejemplo los derivados
de la celebración de los capítulos generales, definitorios
y particulares.
De los restantes ingresos percibidos por las órdenes militares,
los de mayor peso eran atribuidos a los titulares de las encomiendas.
Los comendadores fueron en principio los encargados de mantener
un castillo o posición avanzada frente a los ataques de los
musulmanes, y para tal efecto necesitaban de unas rentas que eran
la base de la manutención del propio comendador y de la guarnición
a su cargo. El comendador se erigía también en la
autoridad feudal representante de la Orden ante los concejos integrados
en su distrito o encomienda, con atribuciones de justicia y de gobierno,
en virtud de las cuales percibía los tributos correspondientes,
además de los derivados de las heredades, dehesas, montes
o instalaciones (molinos, batanes, hornos) que fuesen propios de
la encomienda.
El comendador recibía la encomienda en usufructo vitalicio,
quedando obligado a inventariar los bienes recibidos, a conservar
en perfecto estado las fincas, los edificios, y las instalaciones,
que volverían a entregarse al producirse su vacante a otro
nuevo comendador. Los comendadores eran elegidos entre los caballeros
profesos, de cada orden, según disponían las reglas
o estatutos, pero durante la Edad Moderna ya no fue necesario ser
caballero para poder disfrutar de una encomienda, ni tan siquiera
estar cualificado para poder serlo (por ejemplo, siendo niño
o mujer). Se otorgaron encomiendas, aparte de a mujeres y a menores,
a caballeros que no tenían hecha la profesión, a profesos
en otras Órdenes Militares, así como supervivencias
durante ciertos años de las rentas de una encomienda en favor
de los herederos de un comendador fallecido, y ya en el siglo XVIII
se asignaron determinadas encomiendas para los infantes de la Casa
Real española. Entre la, cargas o impuestos sobre encomienda,
podemos señalar las de carácter eclesiástico
en general (subsidio, excusado), las específicas de Órdenes
Militares y las de encomienda, en particular: las lanzas y medias
lanzas (pagos en metálico compensatorio, de la asistencia
personal y de los soldados con los que debería de contribuir
cada encomienda), tercias, medias anatas, armaduras, florines del
lienzo, así como una fianza exigida al comendador al inicio
del disfrute de su encomienda. Además, y de forma generalizada
a partir del siglo XVII, la mayoría de las encomiendas quedaron
gravadas por pensiones otorgadas a personas distinguidas por sus
servicios, o a miembros de la nobleza, siendo los militares la mayor
parte de los pensionistas sobre encomiendas, aumentando el número
de ellos en gran medida en los siglos XVIII y XIX. Las rentas de
las encomiendas podían obtenerse por explotación directa
de su titular, hecho infrecuente debido al absentismo de los comendadores,
o mediante el arrendamiento, sea por ramos o "miembros",
o global, siendo supervisado por el mayordomo correspondiente y
por el gobernador del partido en el cual se ubicase la encomienda.
Al igual que las encomiendas disponían de rentas propias,
los prioratos. conventos de religiosas y los conventos cabeza de
las Órdenes, disponían de sus propiedades con cuyos
ingresos pagaban la manutención, enseñanza y gastos
de freiles conventuales y de caballeros, y freiles novicios "en
aprobación". La formación de freiles y caballeros
se realizaba en las lecturas de los maestros de arte y teología
que se impartían en los conventos. La necesidad de mayores
conocimientos se resolvió creando colegios de las Órdenes
Militares en las universidades.
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Valor y rentas de las encomiendas de las
Órdenes Militares de Calatrava, Alcántara y Santiago en España
en el siglo XVIII
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En 1711 existían en España un total de 181 encomiendas
pertenecientes a las Órdenes Militares de Calatrava (55),
Alcántara (38) y Santiago (88), que arrojaban un valor capital
total de 99.574.228 maravedís (265.531 ducados), lo que supone
una
media de 550.133 maravedís (1.467 ducados) por encomienda.
Pero esta cifra, como casi todas las medias, oculta la realidad
de las acusadas diferencias que se daban en el valor de las distintas
encomiendas. De encomiendas que superaban los dos millones de maravedís,
como las llamadas Mayores de Calatrava y Alcántara o la de
Caravaca, perteneciente a la Orden de Santiago, entre otras, a encomiendas
que no alcanzaban los cien mil maravedís de capitalización,
como la de Zurita (Orden de Calatrava) o la de Castroverde (Orden
de Santiago), por ejemplo, las diferencias eran considerables. Mucho
más expresivo de la realidad que el valor medio de las encomiendas
resulta el grado de concentración: las treinta encomiendas
que arrojaban un valor superior al millón de maravedís
y que formaban el 16,5% del total de las encomiendas concentraban
el 46,8% del valor capital total.
En cuanto al disfrute de las rentas de cada encomienda, se realizaba
de tres maneras diferentes: 1) disfrute por los propios comendadores,
2) goce de frutos o administrador con goce de frutos y 3) tesoro
de las Órdenes, quedando repartido de la siguiente manera:
1) Comendador: disfrutaba de 61
encomiendas con un valor total de 28.839.891 maravedís, valor
medio 472.785.
2) Goce de Frutos: disfrutaba de
93 encomiendas con un valor total de 54.271.712 maravedís,
valor medio 583.566.
3) Tesoro: disfrutaba de 24 encomiendas
con un valor total de 16.283.887 maravedís, valor medio 678.495.
4) Se ignora: 3 encomiendas con
un valor total de 178.738 maravedís, valor medio 59.579.
De ello se desprende que a principios del siglo XVIII, la importancia
que manifiesta lo que se conoce como administración en "goce
de frutos" no era nada desdeñable. Más de la
mitad de las encomiendas estaban sometidas ya a esta fórmula
que suponía la aplicación de las rentas de la encomienda
respectiva a personas, generalmente procedentes de la nobleza o
instituciones eclesiásticas, que no necesariamente estaban
vinculadas a la Orden Militar en calidad de comendadores jurídica
y canónicamente ajustados a derecho. Éstos, por el
contrario, aún conservaban el disfrute de un número
considerable de encomiendas, pero parece claro que ya, a principios
del setecientos, los beneficiarios por los goces de frutos dominaban
el panorama de la distribución de las rentas de las encomiendas
pertenecientes a Órdenes Militares. No fue, sin embargo,
una novedad de 1711.
A lo largo de1 siglo XVII fue extendiéndose el que mujeres
usufructuaran las encomiendas en calidad de administradoras con
goces de frutos ya que no podían ser comendadores. La existencia
de este tipo de beneficio refuerza la idea de la arbitrariedad monárquica
y del Consejo a la hora de otorgar las encomiendas, pues durante
el siglo XVII hubo una gran inflación de hábitos,
personas que, en teoría, estaban preparadas para asumir una
encomienda. Sin embargo Olivares, sobre todo, deslindó claramente
esta cuestión: el fin perseguido por muchos era el propio
hábito, la encomienda por tanto podía ser utilizada
para favorecer a terceros, yendo ambas concesiones por caminos bien
distintos.
Ciertamente, los valores medios son importantes porque demuestran
lo atractiva que era la posibilidad de disfrutar de una encomienda
a comienzos del siglo XVIII, aun cuando su valor había disminuido
considerablemente a lo largo del siglo XVII, bien por la propia
coyuntura económica de la centuria, bien por los problemas
bélicos o por las nulas innovaciones e inversiones introducidas
por sus beneficiarios.
Como es sabido, con la incorporación de las Órdenes
Militares a la Corona a finales del siglo XV, la concesión
de las encomiendas comenzó a ser atribución primeramente
de Fernando el Católico y más tarde del llamado Consejo
de las Órdenes. A partir de entonces, en un proceso que se
desarrolló a lo largo de la Edad Moderna y que no es ajeno
a la evolución de la situación económica de
las clases dominantes, las características originales con
las que habían nacido las Órdenes Militares empezaron
a diluirse de forma efectiva para pasar a convertirse en un bastión
económico de la política monárquica. Todo este
proceso hay que vincularlo al creciente papel de la monarquía
como redistribuidora de rentas.
Cuando las necesidades que habían cubierto las Órdenes
Militares en su origen (defensa de los territorios fronterizos y
repoblación de las tierras conquistadas a los musulmanes)
se perdieron, la justificación que había amparado
la percepción de rentas empezó objetivamente a diluirse,
al compás del creciente control de las funciones y de los
aparatos militares por parte del Estado. El contenido que hasta
entonces habían tenido las Órdenes Militares se perdía
al pasar su control al Consejo de las Órdenes y, en definitiva,
a la Monarquía.
Esta evolución por la que atravesaron las rentas de las
Órdenes Militares fue en realidad otra forma de manifestarse
el proceso de desarrollo y articulación que, tras la crisis
de los siglos bajomedievales, iba a tomar lo que se ha dado en llamar
"renta feudal centralizada". No hay duda que a partir
del siglo XVI las rentas de las encomiendas de Órdenes Militares
iban a ser utilizadas para los propósitos de la Monarquía.
La situación que encontramos a principios del siglo XVIII
(la preponderancia de las administraciones con goce de frutos) no
es más que el punto final de todo un proceso que comenzaría
con el control de unas rentas y continuaría con su redistribución
por parte de la Corona. En 1711 las encomiendas más valiosas
administradas con goce de frutos estaban en manos de algunas instituciones
eclesiásticas, pero de ellas se beneficiaron sobre todo los
miembros de la alta nobleza, las cuales en conjunto superaban el
millón de maravedís de valoración.
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El ingreso en las Órdenes Militares y las obligaciones de sus miembros
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En origen las Órdenes Militares se organizaron de manera
similar a las monásticas correspondientes. A los votos de
obediencia, castidad y pobreza se añadía el cuarto
de la lucha contra el infiel, en la más rígida observancia
de la regla. Los profesos se separaron en dos tipos, los denominados
freiles religiosos o conventuales, de similares condiciones a los
monjes cistercienses o agustinos y los freiles caballeros o simplemente
caballeros que en algunos casos podían casarse, aunque quedaban
obligados al ejercicio de las armas. El nombre de freiles se adoptó
para diferenciar a los profesos de las Órdenes Militares
de los frailes de las simplemente religiosas. Los caballeros de
Santiago podían contraer matrimonio, quedando sometidos al
voto de fidelidad conyugal, mientras que los de Calatrava y Alcántara
sólo pudieron hacerlo a partir de 1541, previa solicitud
de licencia para poder casarse e información realizada sobre
la calidad nobiliaria de sus futuras esposas por el Consejo de Órdenes.
Las obligaciones de los caballeros a los rezos canónicos,
a tener la regla de la Orden y el manto capitular, así como
a la asistencia a los capítulos y la recepción de
los sacramentos en determinados días del año, fueron
los restos que permanecieron en vigor durante la Edad Moderna de
la dura observancia de la regla medieval, que obligaba, entre otras
cosas, a permanecer siempre con las armas ceñidas, incluso
durmiendo, en previsión de ataques por sorpresa, y la prohibición
de juegos y de cualquier contacto con mujeres. La relajación
sufrida en la baja Edad Media, motivó que incluso el servicio
de armas fuese sustituido por un pago en dinero o el envío
de un sustituto. El período de formación espiritual
exigido a los caballeros también se fue reduciendo, y los
caballeros ya no precisaban de permanecer en sus respectivos conventos
el período normativo del año de noviciado o "aprobación",
tras el cual se les recibía la profesión expresa de
sus votos, otorgándose muchos hábitos desde el siglo
XVI sin que sus beneficiarios pasasen por los conventos. A mediados
del siglo XVI se obligó a los caballeros novicios a permanecer
seis meses de servicio en galeras, que no tardó en conmutarse
por un pago en dinero. Aparte de poder recibir alguna de las ricas
prebendas, los caballeros disfrutaban de jurisdicción especial
privativa al Consejo de Órdenes, así como de todos
los privilegios, bulas y exenciones de los religiosos, algunas tan
discutidas como la exención fiscal y del pago de diezmos,
que motivaron no pocos pleitos en el siglo XVI y siguientes.
En la etapa de la lucha dura contra los musulmanes de Al-Andalus,
la admisión en las Órdenes no tenía limitaciones
especiales, situación que cambió en los siglos XIV
y XV cuando de facto se exigía nobleza para acceder al status
de caballero. Desde finales del siglo XV generalizó la realización
de informaciones sobre la condición nobiliaria de los pretendientes,
quedando patente este requisito en las definiciones o estatutos
de las Órdenes Militares desde los primeros años del
siglo XVI. Estos expedientes de información de nobleza y
limpieza de sangre, de los que no se veían excluidos ni los
propios miembros de la familia real, demostraban la calidad nobiliaria
de los beneficiados con un hábito, y les abrían numerosas
puertas en la sociedad estamental española, obsesionada con
los principios de la nobleza y la cristiandad vieja. Por ello eran
tan anhelados los hábitos militares en los XVI y XVII.
Desde que los reyes españoles dispusieron de la administración
de los maestrazgos los hábitos se otorgaron en gran medida
como premio a los servicios al Estado, iniciando esta tendencia
Fernando el Católico que lo hizo con los veteranos de las
campañas en Italia. Burocracia y nobleza fueron también
beneficiarios en gran medida de las mercedes de hábito. El
conde-duque de Olivares,
por el prestigio social de las órdenes, vio en ellos una
fuente de posibles ingresos para las arcas de la real hacienda,
autorizando su venta masiva, hecho que escandalizó a sus
contemporáneos y contribuyó al desprestigio de los
caballeros. Frenada esta tendencia en el reinado de Carlos II, el
establecimiento de los Borbones supuso una relativa vuelta a la
pureza de las mercedes de hábito que tan alegres fueron en
tiempos de Felipe IV. Carlos III, deseoso de fundar una orden que
premiara los méritos de los servidores del Estado, logró
con la Orden que lleva su nombre el inicio de la sustitución
de las antiguas Órdenes Militares por otra más acorde
con los tiempos. El desinterés hacia las cada vez menos apetecidas
Órdenes Militares se verifica en el hecho de que las maestranzas
de caballería, de gran auge en los siglos XVII y XVIII recabaran
hacia ellas las solicitudes de ingreso que antes eran dirigidas
al Consejo de Órdenes, y que el número de los ingresados
en las maestranzas superase a finales del siglo XVIII a los que
lo hacían en las Órdenes Militares.
Las obligaciones militares de los miembros de las Órdenes
se vieron sometidas a un relajamiento e incluso abandono creciente
desde finales del siglo XV. Tras la intervención en la conquista
de Granada, varios intentos de hacerlas combatir a lo largo del
siglo XVI, uno de ellos frente a la revuelta de las comunidades,
siguiendo otros para la defensa ante los ataques de la flota turca,
cada vez tuvieron un eco menor. Las reiteradas voces de ciertos
puristas y arbitristas que recordando el origen de las Órdenes
sugerían su intervención frente a los presidios africanos
de donde partían las naves piratas y los ataques a las costas
españolas sólo llevaron al establecimiento del servicio
de galeras, que en principio era sustitutorio del noviciado en los
conventos, y los montados, que se transformaron rápidamente
en una contribución sustitutoria en dinero. Con ello, así
como con los impuestos exigidos a los comendadores por lanzas y
medias lanzas se sufragaba el Batallón de las Órdenes
y las galeras de Órdenes que intervinieron en las acciones
militares españolas.
En el período comprendido entre principios del siglo XVI
y principios del XX se otorgaron, según las pruebas conservadas,
unos 2.100 hábitos de Alcántara, 3.900 de Calatrava
y 13.000 de Santiago, siendo el periodo más abultado en las
mercedes el del gobierno del conde-duque de Olivares.
Los miembros religiosos propiamente dichos de las Órdenes
Militares eran los freiles conventuales, que en muchos casos servían
como párrocos en las iglesias propias de las Órdenes.
Asimismo existían conventos de monjas, freilas o comendadoras
y los cenobios.
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Organización de las Órdenes Militares
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En este apartado y de modo general, se expone la organización
de las principales Órdenes Militares en su conjunto.
El Maestre
Las
Ordenes Militares fueron estructuradas desde sus inicios de acuerdo
con una clara jerarquía. A la cabeza, como sus más
altos mandatarios, estuvieron los maestres generales o grandes maestres.
Se distinguían del resto de los freires en el uso de algunos
signos externos; por ejemplo, los maestres templarios portaban el
bastón de mando, llamado abacus, que tenía un pomo
blanco en su extremo superior y sobre él la cruz de la Orden,
rodeada por una orla.
Los maestres contaron con el apoyo de personas que asesoraban en
sus decisiones. El del Temple iba siempre acompañado por
un pequeño séquito formado, al menos por dos caballeros
de la Orden: el lugarteniente y el capellán. En el caso del
Hospital, estos consejeros se denominaron prud'hommes.
Cuando el maestre se ausentaba, el senescal era quien cumplía
sus funciones y lo representaba.
El poder de los maestres estuvo en cierto modo controlado por el
Capítulo.
Hubo dos tipos de capítulos, el General y el Provincial.
En el primero, el gran maestre convocaba anualmente a los comendadores
o bailíos capitulares, así como a sus acompañantes
y a algunos freires. El Capítulo Provincial era también
una reunión anual, pero se diferenciaba del anterior en que
era convocado por el maestre de cada provincia y a él asistían
los comendadores de su jurisdicción. El Capítulo decidía
sobre la admisión de nuevos miembros, se encargaba, junto
con el maestre o el comendador, de imponer disciplina y supervisaba
las gestiones administrativas. Además, en el Capítulo
Provincial se recaudaban los tributos que tenían que pagar
anualmente las encomiendas, entre otros los destinados a la casa
central, que a su vez eran percibidos en el Capítulo General.
El gran maestre ejercía jurisdicción directa sobre
los territorios donde estaba ubicada la sede de cada Orden. Fuera
de ella, era el maestre provincial (elegido por el gran maestre
y por los miembros del Capítulo) el que la ejercía.
Entre sus cometidos se contaba la obligación de velar por
el buen funcionamiento de la Orden y de las encomiendas, así
como la de dirigir a los caballeros en las campañas militares.
El cargo de maestre provincial era renovable y duraba unos años
(usualmente cuatro), pero se podía prolongar durante más
tiempo.
El Comendador
En
un escalón inmediatamente inferior al maestre provincial,
estaban los comendadores, llamados también bailes o preceptores.
Los comendadores tenían a su cargo una encomienda, nombre
que puede proceder de la palabra latina comandamus, referida al
dinero que se enviaba desde estos centros a la casa central.
Las encomiendas, también denominadas bailías y preceptorías,
eran los conventos de cada Orden Militar, así como todos
los territorios, explotaciones agrícolas e iglesias anejos
a dichos conventos. Constituían su unidad básica de
administración territorial y de obtención de rentas.
Los comendadores, además de regir su encomienda y gestionar
los bienes de la misma, vigilaban que se cumpliese la disciplina
de la Orden entre los freires. También dirigían a
los freires caballeros cuando se requería su presencia en
el campo de batalla. Contaban, asimismo, con personas que les ayudaban
a desempeñar sus funciones, por ejemplo el subcomendador
o lugarteniente, que era quien ocupaba el puesto del comendador
en su ausencia.
Anualmente, los comendadores eran convocados por el maestre provincial
al Capítulo Provincial. A él acudían todos
los comendadores, o sus representantes con parte de las rentas obtenidas
durante el año, puesto que las casas centrales se nutrían
principalmente de las recaudaciones efectuadas en las distintas
encomiendas.
Los delegados de los maestres provinciales inspeccionaban periódicamente
las encomiendas para conocer su funcionamiento.
Los Freires o Freiles
Todos
los integrantes de una encomienda, en una Orden Militar, eran denominados
freires. Los cargos de dirección de la encomienda, como los
de comendador y subcomendador o lugarteniente, estaban reservados
a los miembros de clases superiores y de mayor cultura. El resto
de los freires se ocupaba de las tareas domésticas y de producción.
Teniendo en cuenta su extracción social y su función,
se pueden diferenciar tres grupos: los llamados "freires caballeros",
los "freires sargentos de armas" y un tercero denominado
"des mestiers".
Los freires caballeros procedían del estrato social más
alto y se distinguían de los sargentos por el hábito
y el equipamiento. Parece ser que tanto unos como otros se habrían
dedicado a las actividades militares, pero, según algunos
autores, mientras los freires caballeros podían llevar hasta
tres monturas y escuderos al combate, los sargentos eran freires
que no habían profesado y que iban menos equipados, pues
sólo llevaban a la batalla una montura, carecían de
escuderos, su cota de malla no tenía mangas, las calzas no
les llegaban a los pies y el casco no era tan fuerte.
Los freires des mestiers no se ocupaban de actividades guerreras,
sino de las faenas domésticas y de otros servicios necesarios
para la comunidad: eran los cocineros, despenseros, porteros, herreros,
sastres, etc.
Hubo también freires dedicados a la administración
del convento, como el clavígero (el encargado de las llaves)
y el camerarius o cambrero (el responsable de la despensa).
El número de freires variaba en cada encomienda, aunque,
según se deduce de los documentos conservados, frecuentemente
eran muy pocos, ya que algunos conventos no llegaban a tener ni
cuatro miembros. Los dedicados al servicio de armas debían
reunir ciertos requisitos, entre ellos haber nacido de un matrimonio
legítimo y demostrar limpieza de sangre.
Los Donados
Eran personas que, durante un tiempo, ofrecían sus posesiones
y su servicio personal a la Orden a cambio de distintas compensaciones.
Los donados podían quedarse en el convento para realizar
tareas domésticas o bien continuar en sus casas, pero siempre
vinculados a la Orden.
Las donaciones podían ser de diferentes tipos, según
el objetivo que pretendiese con ellas el donante. En muchas ocasiones,
lo que se deseaba era el apoyo espiritual de la Orden, bien para
conseguir, a través de la oración, la salvación
y el eterno descanso de su alma y la de sus familiares, bien para
lograr el perdón de los pecados.
Otras veces, los donantes pretendían ser enterrados en los
cementerios de la Orden, que ésta se encargase de la educación
de sus hijos, asegurarse la comida y el vestido, la protección
en caso de guerras o conflictos, o incluso disfrutar de los privilegios
y exenciones fiscales que las Órdenes Militares tenían
sobre su patrimonio.
Los bienes donados se entregaban en el mismo momento en que se efectuaba
la donación o después de la muerte del donante, de
tal modo que éste podía beneficiarse en vida de sus
propiedades, al tiempo que tenía asegurada su defensa en
caso de cualquier peligro.
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